Just one beer... or two -Lily A. Evans

Se encontraba totalmente agotado, había estado trabajando desde que habían comenzado las vacaciones y por fin había logrado tener el dinero suficiente para poder comprar los materiales que necesitaría para su último año en la escuela, y a pesar de que siempre había comprado sus libros y algunas capas en tiendas de segunda mano siempre era una aventura ir al Callejón Diagon. Habían sido siete años desde la primera vez que visitó ese lugar y no había ocasión en la que no se sorprendiera y estuviera como el niño emocionado que había entrado por primera vez, mirando con los ojos abiertos cada una de las tiendas y las personas tan diferentes caminando alrededor, con las escobas y animales, sin hablar de los deliciosos dulces que había conocido a lo largo de los años; en resumen amaba cada visita a ese callejón.

Lo primero que hizo fue ir a Gringotts, para poder cambiar el dinero muggle que con tanto trabajo había conseguido por galeones, no fueron tantos como él había imaginado que serían, pero era más de lo que necesitaba, o al menos esa es la esperanza que tenía. Con el dinero en la mano y la emoción de estar nuevamente en su mundo comenzó a caminar por el callejón sin prisa alguna, era el día de descanso que le habían dado en su trabajo, un supermercado muggle, y planeaba disfrutarlo al máximo a pesar de que ni su madre ni su abuela habían podido acompañarlo en esta ocasión ya que ambas tenían trabajos y ocupaciones que no podían dejar a un lado, aunque le hicieron prometer que les llevaría ranas de chocolate y grageas Bertie Bott. Pero su prioridad eran los libros, aún faltaban varias semanas para el regreso a clases por lo que esperaba encontrar todos los libros en la tienda de segunda mano para poder ahorrar un poco más.

Se había pasado toda la mañana en el callejón, buscando todo el material que necesitaba y lo había logrado comprar con menos de la mitad de que tenía planeado, el regatear se le daba muy bien, y era una de las razones por las cuales a pesar de que no era una persona muy adinerada siempre traía dinero en el bolsillo. Había estado caminando por horas y estaba aún más agotado de cómo había comenzado así que decidió tomar un pequeño descanso y refrescarse un poco con una cerveza de mantequilla en el Caldero Chorreante, aun había dinero y tiempo que gastar, pero antes un pequeño gusto para poder continuar.

La chica suspiró mientras con una gran sonrisa en el rostro ponía en la silla a su derecha todos los paquetes de compras que había obtenido ese día. No pudo evitar mirarlos con cierta nostalgia y tristeza en sus ojos, era la última vez que iría a ese callejón a comprar material escolar, pues aquél era ya su último curso en Hogwarts. Sin lugar a dudas el tiempo había transcurrido con alarmante rapidez. Todavía podía recordar perfectamente, como si hubiera acontecido ayer, el día que se enteró que era una bruja. Eso había ocurrido en un parque donde solía jugar con su hermana mayor hace muchos años, donde conoció a Severus Snape, su viejo mejor amigo. Él le contó con lujo de detalle todo lo que necesitaría saber del mundo mágico y a los once años finalmente había pasado por aquellas enormes puertas de roble por primera vez en su vida. Un momento que jamás olvidaría. La primera vez que sintió que estaba en el lugar indicado, que pertenecía algo y se sentía en casa, donde podía ser ella misma.

Sus primeros años sus padres siempre la acompañaban al Callejón Diagon. Ella era una niña todavía, además de que ellos estaban fascinados por la atmósfera del lugar, no tenían ningún problema con ayudarla a realizar sus compras. Sin embargo eso sólo ponía a su hermana de un pésimo humor y finalmente en su quinto curso comenzó a ir con sus amigos en lugar de su familia, para que pudieran quedarse en casa con Petunia.

Pero ese día tampoco había realizado la tarea con sus amistades. De hecho era aún algo pronto para realizar las compras. Mas Lily se había encontrado en un lugar cercano, con el dinero suficiente en el bolsillo y aprovechó la oportunidad para hacer el viaje de una vez. Después de todo, en la última semana antes de clases siempre se ponía terriblemente concurrido ese lugar.

Cuando estaba a punto de retirarse, el rugido de su estómago la hizo detenerse y pronto la imagen de una deliciosa y espumosa cerveza de mantequilla bailaba en su mente. Entró con paso tranquilo al Caldero Chorreante a darse un merecido descanso, se acercó a la barra y con amabilidad le pidió a Tom, el cantinero, su bebida. Una cabellera clara, demasiado familiar la distrajo un momento. Con cierta duda se acercó y llamó al chico con cierta indecisión en su voz -¿Ethan?- al comprobar por fin de quien se trataba, una encantadora y amable sonrisa se instaló en sus labios, gratamente sorprendida.